Señora mía: He visto la carta de V. md. en que impugna las finezas de Cristo que discurrió el Reverendo Padre Antonio de Vieira en el Sermón del Mandato con tal sutileza que a los más eruditos ha parecido que, como otra Águila del Apocalipsis, se había remontado este singular talento sobre sí mismo, siguiendo la planta que formó antes el Ilustrísimo César Meneses, ingenio de los primeros de Portugal; pero a mi juicio, quien leyere su apología de V. md. no podrá negar que cortó la pluma más delgada que ambos y que pudieran gloriarse de verse impugnados de una mujer que es honra de su sexo. Yo, a lo menos, he admirado la viveza de los conceptos, la discreción de sus pruebas y la enérgica claridad con que convence el asunto, compañera inseparable de la sabiduría; que por eso la primera voz que pronunció la Divina fue luz, porque sin claridad no hay voz de sabiduría. Aun la de Cristo, cuando hablaba altísimos misterios entre los velos de las parábolas, no se tuvo por admirable en el mundo; y sólo cuando habló claro, mereció la aclamación de saberlo todo. éste es uno de los muchos beneficios que debe V. md. a Dios; porque la claridad no se adquiere con el trabajo e industria: es don que se infunde con el alma.